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  • miércoles, noviembre 23, 2005

    La adoración.. de los 3 mendigos.


    LA ADORACIÓN DE LOS TRES MENDIGOS.

    Los reyes magos apenas salían del pesebre de Belén, donde habían ofrecido al niño Dios oro, incienso y mirra; se fueron por otro camino al regresar a su país, como lo había pedido el Angel. Entonces se presentaron tres personas... Extraños, solos sin cortejo, no había parecer en ellos, ni hermosura: enfermos, fatigados, cubiertos de tanto barro y polvo que nadie podía decir de qué raza y país eran.

    El primero tenía harapos, parecía sediento y hambriento, la mirada cansada por las privaciones.
    El segundo caminaba torcido, trayendo cadenas pesadas en sus pies y en sus brazos. Llevaba en su cuerpo heridas profundas y marcas de su cárcel.
    El último tenía el un cabello largo y sucio, ojos desfallecidos, buscando alivio.

    Los vecinos del pesebre habían visto varios visitantes, pero estos les asustaban. En verdad, cada uno se sentía pobre y miserable, pero estos extranjeros mucho más.¡¡Nos dan miedo!!...¡¡Que no entren y se presenten al niño!! No!! Hay que impedir eso!!... Y se postraron delante de la puerta como para protegerla. Además. No llevaban consigo ningún regalo. Tal vez querían mendigar o quien sabe, robar!!! Todos habían oído hablar del oro, y se sabe que el oro atrae ladrones...¡¡Cuidado!!

    Entonces se abrió la puerta y apareció San José afuera. - ¡Hola José!... Ten cuidado, aquí esta mala gente que quiere entrar. No les dejes penetrar en el pesebre de la Navidad!!... Eso no se puede imaginar!

    -¡¡Callad!! Cada hombre puede presentarse delante del niño, sea pobre o rico, necesitado o magnífico, feo o hermoso, digno de confianza o de mala apariencia. El niño no pertenece a nadie en particular, ni siquiera a sus padres. Dejen entrar a estos viajeros... Entonces abrieron un camino estrecho. José les acogió y dejó la puerta abierta. Todos empujaban uno al otro para ver lo que habría de suceder. Unos se dijeron: pues, nosotros tampoco somos brillantes...

    Los tres necesitados estaban inmóviles, callados delante del niño Dios. Y de verdad, nadie podía decir cuál de los cuatro era más pobre: el niño acostado en la paja del pesebre o los tres contemplándolo. El hambriento, el prisionero o el extraviado, todos vivían en la misma pobreza.

    Luego José se dirigió hacia un lugar donde había colocado los regalos ricos de los reyes magos. La gente afuera empezó a murmurar de indignación: ...No va a hacerlo! No tiene derecho! El oro, el perfume y el bálsamo pertenecen al niño!...

    José no se dejó impresionar: le está ofreciendo el oro al hambriento desnudo, la mirra al prisionero herido, el incienso al tercero tan triste y tan desviado.

    Dijo al primero: -Tu necesitas oro; cómprate vestidos decentes y comida. Yo soy carpintero, puedo sostener a mi familia con mi trabajo.... Al segundo dijo: -No puedo romper tus cadenas, pero toma el bálsamo para aliviar tus heridas... Y al tercero le dijo: -Para ti, el incienso. Cuando suba el humo oloroso, estarás menos triste y desamparado. Ese incienso aliviará tu espíritu entristecido...

    La gente estaba furiosa. Todo lo regaló, lo gastó en esos mendigos. Despojó al niño. ¡¡ Es un escándalo!!

    Pero el hambriento respondió: -Gracias por el oro. Pero mira. Si me voy a hacer compras con mis bolsillos llenos de oro, el comerciante creerá que soy un ladrón. Nunca he tenido riqueza. Quédate con el oro, te servirá.
    El segundo dijo: -Hace mucho tiempo que mis miembros me duelen. Ahora me acostumbré. Aprendí a soportar el dolor. Pero cuando el niño se hiera, podrás curarlo con la mirra.
    El tercero dijo: -Pertenezco al mundo de los pensamientos. He estudiado tantas filosofías y religiones. He pensado, buscado, preguntado, hablado. Ahora no sé dónde está Dios en medio de todo esto. ¿Qué puede para mí el humo del incienso?, Sería un pocito más de humo. Me perdí, no sé, no encuentro al Señor.

    La gente y José estaban atónitos. Sólo el niño estaba tranquilo, con sus ojitos abiertos, mirando a todos, a sus padres, los mendigos y la gente.

    Luego pasó una cosa extraña. El primero dejó su abrigo envejecido y remendado a los pies del recién nacido, el prisionero colocó sus cadenas, el desviado su mirada perdida, y dijeron a Jesús: -Tómalos. Acepta. Un día necesitarás un abrigo roto cuando estés desnudo. Un día necesitarás un bálsamo para curar tus heridas sangrientas. Necesitarás cadenas cuando te traigan deshonrado como un timador. Acuérdate de mi en ese día. Quita mi duda, mi terror, mi vergüenza, porque me encuentro alejado de Dios. No puedo llevarlo solo. Es demasiado pesado. Ayúdame. Grita conmigo nuestra común desesperación, que Dios lo oiga, que el mundo lo entienda, cuándo llegará la hora para tí?.

    José quiso proteger al niño, echar fuera los mendigos y sus malditos regalos. La gente gritaba. Pero no pudieron hacer nada. El abrigo, las cadenas, el terror estaban como pegados al niño Dios. Y Jesús estaba tranquilo y atento, con los ojos mirando a los pobres y sus regalos.

    Se hizo un silencio largo, larguísimo. Por fin se levantaron; sacudieron sus miembros, como liberados de una carga.

    Sabían entonces que en las manos de ese niño se puede colocar todo: la pobreza, los sufrimientos, la tristeza por estar lejos de Dios.

    La mirada clara y firme esperanza, salieron del pesebre, consolados y fortalecidos en sus necesidades: la habían compartido con su Dios.

    Padre Pierre Fresson

    martes, noviembre 08, 2005

    Autor: P. Antonio Rivero | Fuente: Catholic.net

    ¿Qué es el amor? Es difícil definir el amor, pues el amor no es para
    explicar. El amor es para vivir, para dar, para recibir. El amor es esa fuerza interior que me hace salir de mí mismo para darme a los demás, para entregarme a mi amado, sin buscar compensaciones, sin obligarle ni forzarle a que me ame. El amor es saber callar los defectos del otro, salir al encuentro del otro cuando lo necesita, es ofrecerme al otro, perdonar al otro, comprender al otro, ofrecerle limpiamente mi cariño. El amor exige una buena cuota de desprendimiento personal, de sacrificio y de renuncias por la persona a quien amo.

    El Camino vino a nuestro encuentro


    Autor: P. Fernando Pascual Fuente: Catholic.net


    Perdidos. Quizá en un bosque, en los campos, o entre las calles de una gran ciudad. Perdidos. En medio de los ruidos, la música, las fiestas y la gente. Perdidos.

    Una luz brilla en el horizonte, o encima del humo. Algo, alguien nos dice que la vida es algo más que inquietudes, placeres y fracasos. Algo, alguien, nos susurra que no nacimos para rellenar papeles, teclear ante una pantalla o ajustar clavos.

    Quisiéramos salir, romper la monotonía de la falsa vida, iniciar el camino hacia la Patria, dejar correr los sueños y realizar los amores más profundos. Quisiéramos romper con el pasado, con los miedos, las traiciones y las mil cobardías que han deshecho nuestros propósitos más bellos.

    Quisiéramos... El tiempo pasa, la lluvia llega de los cielos, la golondrina gira, nuevamente, mientras la tarde se llena de nostalgia.

    Si alguien nos tendiese una mano, nos indicase el camino, nos diera pan para la marcha... Si alguien fuese luz y esperanza, energía y sosiego, amistad y dicha, a pesar de las tristezas, a pesar de las mil tentaciones de la vida...

    Un día el Camino vino a nuestra tierra. La Vida se hizo nuestra. La Verdad habló a los pequeños. La Iglesia, entre tormentas, hace presente al Dios nuestro. La Luz brilla en las tinieblas. Los humildes entran en el Reino. Los soberbios siguen perdidos en sus miserias. María canta un Magníficat, mientras la mañana de la Pascua disipa las tinieblas y guía a los que han sabido dar su sí, sin miedos.

    El Padre, en los cielos, nos acompaña. No hay noche cuando Cristo penetra en nuestra historia, cuando sigue entre nosotros su presencia. La Eucaristía, donación y encuentro, Camino, Verdad y Vida, inicia. La oveja perdida ha sido encontrada. La fiesta ha comenzado. El banquete celebra, ya en este mundo, la victoria del Cordero, la redención del hombre, el regreso del hijo a la Patria del Dios bueno.


    Tomado de aquí

    martes, noviembre 01, 2005

    San Alberto Hurtado


    Alberto Hurtado Cruchaga nació en Chile, en la ciudad de Viña del Mar el 22 de Enero de 1901, en una familia muy cristiana y unida. Cuando sólo tenía 4 años murió su padre, quedando su madre Anita, sola a cargo de su cuidado y al de su hermano Miguel.

    En 1909 entró al Colegio San Ignacio, donde se distinguió por ser buen compañero, alegre, comunicativo y muy piadoso.

    Con gran generosidad ocupaba su tiempo libre en visitar y ayudar a los más necesitados. Terminado el colegio estudió leyes en la Universidad Católica, trabajando al mismo tiempo para ayudar a su madre, pero su vocación era otra: ser sacerdote. Largas horas rezaba para poder realizarla y Dios oyó su oración, su madre recibió un dinero que se le adeudaba y con el cual podría vivir tranquila.

    Cuando su hijo le comunicó su decisión de hacerse sacerdote Jesuita, ella aceptó con alegría. Entró entonces al noviciado y después de largos estudios y pruebas, fue ordenado sacerdote en 1933, en Bélgica.

    Regresó a Chile, donde se dedicó de lleno a sus alumnos del colegio, a los cuales no sólo enseñaba sino que dirigía espiritualmente.
    Fue un gran educador de juventudes.

    Una noche el Padre Hurtado encontró un pobre, enfermo y miserable, que no tenía donde ir; otra noche vio a un grupo de niños abandonados que dormían bajo los puentes del río Mapocho; quiso ayudarlos. Reunió personas generosas que dieron lo que tenían: dinero, joyas, terrenos, etc...
    Y así fundó lo que sería y es su gran obra: "El Hogar de Cristo".

    Con incansable amor, él salía en su camioneta verde a recoger a los pobres y a los niños para llevarlos al Hogar a tomar leche caliente y dormir en una verdadera cama... En cada necesitado veía a Cristo sufriente.

    Más tarde fundaría talleres para darles educación y capacitarlos en un trabajo digno. Entre sus muchas actividades también están sus publicaciones y conferencias sobre el sacerdocio, los problemas de la adolescencia, el catolicismo, la educación y el orden social, fue, además fundador de la Revista Mensaje y de las Acción Sindical Chilena.

    Un día cayó enfermo de cáncer, hospitalizado y con muchos dolores, nunca se quejó. Aceptaba la voluntad de Dios y repetía: "Contento, Señor, Contento".

    El 18 de Agosto de 1952 el Señor se lo llevó junto a Él. Sus restos mortales se encuentran en el Santuario a su memoria ubicado en Av. General Velázquez 1090, Santiago de Chile. Para celebrar este acontecimiento el parlamento chileno decretó asignar el día 18 de Agosto de cada año como el día de la Solidaridad, en honor al beato Sacerdote.

    Iniciado en Roma el proceso de beatificación, ésta se hizo realidad el día 16 de Octubre de 1994, en la ciudad del Vaticano en que el Papa Juan Pablo II lo beatificó.

    Para ver los milagros que ayudaron a su canonización ver aquí