miércoles, octubre 12, 2005

Descendió a los infiernos.

Descendió a los infiernos.

Quizá sea este artículo de la fe el más extraño a nuestra conciencia moderna. Sin peligro y sin escándalo podemos practicar aquí la .desmitologización., lo mismo que en la profesión de fe en el nacimiento virginal de Jesús y en el de la ascensión del Señor. Los pocos textos bíblicos que parecen hablar de esto (1 Pe 3,19s.; 4,6; Ef 4,9; Rom 10,7; Mt 12,40; He 2,27.31) son tan difíciles que con razón cada uno los interpreta a su modo.

Si, según esto, eliminamos totalmente tales afirmaciones, tenemos la impresión de habernos liberado para provecho nuestro de algo raro y difícilmente conciliable con nuestro modo de pensar, sin que por ello debamos considerarnos particularmente infieles o culpables. ¿Pero qué hemos conseguido con ello? ¿Se ha eliminado así la importancia y la oscuridad de lo real? Cuando una persona quiere liberarse de un problema, lo niega simplemente o se lo plantea. La primera solución es más cómoda, pero la segunda tiene consecuencias más amplias. ¿No deberíamos, en vez de excluir el problema, ver de qué modo nos atañe este artículo de la fe al que está subordinado el sábado de gloria en el correr del año litúrgico, y cómo expresa singularmente la experiencia de nuestro siglo?

El viernes santo miramos al crucificado; el sábado santo es, en cambio, el día de la .muerte de Dios., el día que expresa la inaudita experiencia de nuestro tiempo, el día que nos habla de la ausencia de Dios, el día en que Dios está bajo tierra, ya no se levanta ni habla; ya no es preciso discutir con él, basta simplemente pasar por encima de él. .Dios ha muerto; hemos matado a Dios.; la frase de Nietzche pertenece lingüísticamente a la tradición de la devoción cristiana a la pasión; expresa el contenido del sábado santo, el .descendimiento a los infiernos. 7.

Este artículo del símbolo nos recuerda dos escenas bíblicas. la primera es la terrible narración veterotestamentaria en la que Elías exige a los sacerdotes de Baal que su dios consuma el sacrificio con el fuego. Suplican los sacerdotes de Baal a su dios, pero éste no responde. Elías se burla de ellos como se ríe cualquier racionalista de un hombre piadoso que no consigue lo que suplican sus oraciones:

Gritad fuerte; dios es, pero quizá esté entretenido conversando, o tiene algún negocio, o está de viaje. Acaso esté dormido, y así le despertaréis (1 Re 18,27).

Al leer la narración de esta historia, al ver a Elías que se burla de los sacerdotes de Baal, tenemos la impresión de encontrarnos nosotros en la misma situación: se burlarán de nosotros. Al parecer tiene razón el racionalista cuando nos dice que gritemos más, que quizá nuestro Dios esté dormido. .Bajó a los infiernos.: he aquí la verdad de nuestra hora, la bajada de Dios al silencio, al oscuro silencio de la ausencia.

Hablemos también de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35); también alude a este tema, junto con la historia de Elías y la narración neotestamentaria en la que el Señor duerme en medio de la tempestad (Mc 4,35-41 y par.). Los discípulos huidos conversan de que su esperanza ha muerto. Para ellos ha tenido lugar algo así como la muerte de Dios. Se ha extinguido la llama en la que Dios parecía haber hablado. Ha muerto el enviado de Dios. No queda sino vacío completo. Nadie responde. Pero cuando hablan de la muerte de su esperanza, cuando creen no ver ya a Dios, se dan cuenta de que la esperanza vive todavía en medio de ellos, de que el .dios., o mejor dicho, la imagen de Dios que ellos habían forjado, tenía que desaparecer para volver después con más vida. Tenía que caer la imagen de Dios que ellos habían ideado para que sobre las ruinas de la casa destruida pudiesen de nuevo contemplar el cielo y aquel que siempre es infinitamente más grande. Así lo ha expresado Eichendorff con el lenguaje tierno, para nosotros un poco ingenuo, de su tiempo:

Tú eres lo que construimos,
Sobre nosotros se rasga la dulzura;
miramos al cielo,.
por eso no me quejo.


El artículo de la fe en el descendimiento a los infiernos nos recuerda que la revelación cristiana habla del Dios que dialoga, pero también del Dios que calla. Dios no es sólo la palabra comprensible; es también el motivo silencioso, inaccesible, incomprendido e incomprensible que se nos escapa. Sabemos que en lo cristiano se da el primado del Logos, de la palabra sobre el silencio: Dios ha hablado, Dios es palabra, pero con eso no hemos de olvidar la verdad del ocultamiento permanente de Dios, sólo si lo experimentamos como silencio, podemos esperar escuchar un día su palabra que nace del silencio 8. La cristología pasa por la cruz, por el momento de la comprensibilidad del amor divino, y llega hasta la muerte, hasta el silencio y el oscurecimiento de Dios. ¿Hemos de extrañarnos de que la Iglesia y la vida de todos y cada uno de nosotros llegue a la hora del silencio, al artículo de la fe que quiere olvidarse y eliminarse, al .descendimiento a los infiernos.?

Después de esta observación, cae por tierra el problema de la .prueba de Escritura.. El misterio del descendimiento a los infiernos aparece como un relámpago luminoso en la noche oscura de la muerte de Jesús, en su grito .Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?. (Mc 15,34). No olvidemos que estas palabras eran el comienzo de una oración israelita (Sal 22,2) en la que se expresaba la angustia y esperanza del pueblo elegido por Dios y ahora, al parecer, abandonado completamente por él. La oración que comienza con la más profunda angustia por el ocultamiento de Dios, termina alabando su grandeza. También en la muerte de Cristo está presente lo que Käsemann llama brevemente la oración de los infiernos, la promulgación del primer mandamiento en el desierto del aparente abandono de Dios:

El Hijo conserva todavía la fe cuando, al parecer, la fe ya no tiene sentido, cuando la realidad terrena anuncia la ausencia de Dios de la que hablan no sin razón el mal ladrón y la turba que se mofa de él. su grito no se dirige a la vida y a la supervivencia, no se dirige a sí mismo, sino al Padre. Su grito contradice la realidad de todo el mundo.

¿Tenemos todavía que ver qué es la adoración en la hora del ocultamiento? ¿Puede ser otra cosa que el grito profundo, junto con el Señor que .bajó a los infiernos. y que hizo a Dios presente en medio del abandono de Dios?

El misterio múltiple no sólo ha de explicarse por un lado; intentaremos acercarnos más a él. Recordemos en primer lugar una observación exegética: Sabemos que la palabra .infierno. es la falsa traducción de sheol (en griego hades) con el que los hebreos designaban el estado de ultratumba. Imprecisamente nos lo imaginamos como una especie de existencia de sombras, más como no ser que como ser, sin embargo la frase originalmente sólo significaba que Jesús entró en el sheol, es decir, que murió.

Esto puede ser verdadero, pero todavía queda por resolver el problema de si así la cosa se hace más sencilla y menos misteriosa. A mi juicio, ahora surge el auténtico problema de qué es la muerte, de qué pasa cuando uno muere y entra en el reino de la muerte. Ante este problema deberíamos recordar nuestra perplejidad. Nadie sabe realmente qué es la muerte, porque todos vivimos en este lado de la muerte; ninguno de nosotros la ha experimentado, pero quizá podamos intentar un acercamiento partiendo del grito de Jesús en la cruz, en la que vimos el núcleo significativo del descendimiento a los infiernos, la participación en el destino mortal de los hombres. En esta oración de Jesús, lo mismo que en la escena del huerto de los olivos, la médula de la pasión no es el dolor físico, sino la soledad radical, el completo abandono. A la postre su ser más íntimo está solo. Esta soledad universal, que es, sin embargo, la verdadera situación en que se halla el hombre, supone la contradicción más profunda con su simple compañía; por eso la soledad es la región de la angustia que se funda en el destino de un ser que tiene que ser, y que, sin embargo, choca con lo imposible.

Ilustremos esto con un ejemplo: Supongamos que un niño tiene que atravesar un bosque en una noche oscura. Tendrá mucho miedo aunque alguien le haya demostrado que no hay nada que temer, que nada le puede infundir temor. Cuando se encuentre solo en medio de la oscuridad, cuando sienta la soledad radical, surgirá el miedo, el auténtico miedo humano, que no es miedo de algo sino de sí mismo.

El miedo ante una cosa es fundamentalmente inofensivo, puede ser desterrado huyendo del objeto que infunde el miedo; por ejemplo, cuando se tiene miedo de un perro rabioso, todo se arregla atando al perro. Pero aquí nos encontramos con algo mucho más profundo; en su última soledad el hombre no teme algo determinado de lo que pueda huir, por el contrario, siente el miedo de la soledad, de la inquietud, de la inseguridad de su propio ser, que él no puede superar racionalmente. Tomemos otro ejemplo: supongamos que alguien tiene que pasar la noche en vela ante un cadáver; su situación le puede parecer inquietante, aun cuando puede convencerse a sí mismo de que todo ese miedo carece de sentido. Sabe muy bien que el muerto no puede dañarle, que su situación sería quizá más peligrosa si esa persona viviese. Aquí surge una clase de miedo completamente distinta; no es miedo de algo, sino miedo de estar solo con la muerte, miedo de la soledad en sí misma, miedo de la inseguridad de la existencia.

Ahora preguntamos: ¿cómo puede superarse ese miedo si cae por tierra la prueba que intenta demostrar que es absurdo? El niño perderá el miedo en el momento en que una mano lo coja y lo guíe, cuando alguien le hable; es decir, perderá el miedo en el momento en que sienta la co-existencia de una persona que le ama. Igualmente, el que vela a un muerto perderá el miedo cuando otra persona esté con él, cuando sienta la cercanía de un tú. En esta superación del miedo se revela una vez más su esencia: es el miedo de la soledad, de la angustia de un ser que sólo puede vivir con lo demás. El auténtico miedo del hombre que no puede vencerse mediante la razón, sino mediante la presencia de una persona que lo ama.

Sigamos con nuestro problema. Si se diese una soledad en la que al hombre no se le pudiese dirigir la palabra; si hubiese un abandono tan grande que ningún tú pudieses entrar en contacto con él, tendríamos la propia y total soledad, el miedo, lo que el teólogo llama .infierno.. Ahora podemos definir el preciso significado de la palabra: indica la soledad que comporta la inseguridad de la existencia. ¿Quién no se da cuenta de que, según nuestros poetas y filósofos, todo encuentro humano se queda en la superficie, que ningún hombre tiene acceso íntimo a otro? Nadie puede entrar en lo más íntimo de otra persona; todo encuentro, por muy hermoso que sea, fundamentalmente no hace sino adormecer la incurable herida de la soledad. En lo más profundo de nuestra existencia mora el infierno, la desesperación, la soledad inevitable y terrible. Sartre parte de ahí para elaborar su antropología, pero las mismas ideas aparecen también en Hermann Hesse, poeta más conciliable y alegre:

Extraño, caminar en la niebla;
la vida es soledad.
Los hombres no se conocen:
todos están solos.


Una cosa es cierta: existe la noche en cuyo abandono no penetra ninguna voz; existe una puerta, la puerta de la muerte por la que pasamos individualmente. Todo el miedo del mundo es en último término el miedo de esa soledad; ahora comprendemos por qué el Antiguo Testamento designa con la misma palabra, sheol, tanto el infierno como la muerte: a fin de cuentas son lo mismo. La muerte es la auténtica soledad, la soledad en la que no puede penetrar el amor: el infierno.

Volvemos así a nuestro punto de partida, al artículo de fe sobre el descendimiento a los infiernos, La frase afirma, pues, que Cristo pasó por la puerta de nuestra última soledad, que en su pasión entró en el abismo de nuestro abandono. Allí donde ya no podemos oír ninguna voz, está él. El infierno queda así superado, mejor dicho, ya no existe la muerte que antes era el infierno. El infierno y la muerte ya no son lo mismo que antes, porque la vida está en medio de la muerte, porque el amor mora en medio de ella. El infierno o, como dice la Biblia, la segunda muerte (cf. Apo 20,14) es ahora el voluntario encerrarse en sí mismo. La muerte ya no conduce a la soledad, las puertas del sheol están abiertas.

Creo que en esta línea hay que comprender fundamentalmente los textos de los Padres que hablaban de la salida de los muertos de sus sepulcros, de la apertura de las puertas del infierno, textos que se interpretaron mitológicamente; también hay que comprender así el texto, al parecer tan mítico, del evangelio de Mateo donde se nos dice que con la muerte de Jesús se abrieron las tumbas y que salieron los cuerpos de los santos (Mt 8,52).

La puerta de la muerte está abierta, desde que en la muerte mora la vida, el amor...

*Introduccion al Cristianismo, J.Ratzinger

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